lunes, 16 de febrero de 2015

Palabras, palabras, palabras...

¿Qué se mueve tras nuestra comunicación? Aunque empezando por lo primero que asociamos a tal interacción, es decir, por lo “qué se dice”, quizá deberíamos preguntarnos por aquello que hace posible todo “decir”: las palabras. Quedará para después, verificar qué sucede con todos esos otros aspectos que sin ser estrictamente verbales, dicen -o no- tanto como aquellas.

Tenemos entonces que, sea que nos dirijamos a otros o a nosotros mismos, ineludiblemente tendremos que recurrir a las palabras. En primer lugar a las pensadas o irreflexivas, más o menos argumentadas, dichas o calladas. Luego, ya en pleno juego comunicativo, a palabras serenas o abruptas, convenientes o imprudentes, pacientes o urgentes, importantes o intrascendentes. ¡Pero claro! todas -sin excepción- revestidas de una inevitabilidad. La de que, entre la experiencia que nos motiva u origina el decir… y la expresión según la cual decimos, nunca habrá plena transparencia.

Ello porque a nivel psicológico y existencial, estamos condicionados por una forma de construir la vida, en la que es imposible escapar de los límites de la propia subjetividad. En efecto, todos los hechos del existir, incluso el de ser nosotros mismos, no podemos vivirlos más allá de la tensión existente entre el oscuro ámbito de las experiencias inacabadas o postergadas, la idea que tenemos acerca de cómo somos y la idea respecto a cómo queremos ser. Tensión que nos mantendrá en una contante pugna entre eliminar o ignorar todo lo negativo, desagradable o incompleto y acercarnos al máximo a lo que soñamos ser.

Pero hay más. Sí a esta tensión, agregamos el hecho de que socialmente estamos obligados tanto a reprimir unas energías como a desarrollar otras -las más de las veces referidas a expectativas ajenas a nosotros- es más que claro dónde tienen su fuente, nuestros descontentos y susceptibilidades vitales. Ese andar poco sereno, in-objetivo en el que podemos llegar incluso a no saber qué somos; fundamentalmente por tener solo una noción comparativa, no sustantiva, de nosotros mismos.



Pues bien, este estar pendiente de lo cotizable que seamos -o bien por lo que deseamos ser y no somos, o por lo que nos exigen ser- siempre quedará evidenciado por nuestras conductas mentales, emocionales y operativas. Las conductas de nuestra comunicación, de nuestras palabras. No por tener necesariamente un problema, sino por ser simplemente humanos, criaturas que para hallarse con los otros o con sí mismos, deben primero perderse. En el fondo, patéticos y adorables, no podemos escapar del paradójico imperio de las palabras. De ahí la necesidad y la llamada a transparentar más y más lo que haya detrás de las mismas.