miércoles, 10 de agosto de 2016

Cartografiando emociones. Nuestra tristeza (I)

Al igual que el miedo y la rabia, la tristeza cumple una función evolutiva. Frente a las situaciones de pérdida o el fantasma de la añoranza, la hemos necesitado y la seguimos necesitando para sobrevivir. Aunque claro, no todos nos enfrentamos a ella de la misma manera, de hecho algunas personas son incapaces -hasta clínicamente- de resistir los embates de la vida. Con todo, la mayoría somos suficientemente tesoneros de cara a la adversidad; incluso algunos muestran una especial capacidad ante lo que para otros sería traumático… acaso no conocemos o nos encontramos con resilientes a diario.

La tristeza en sí misma es un estado psico-físico complejo y pertinaz. De hecho, cuando su señal de alarma suena, todos los rincones de nuestra vida son afectados, haciendo de la existencia un camino árido y solitario. En efecto, hoy sabemos que cuando irrumpe afecta a cerca de setenta áreas cerebrales: las que procesan el conflicto y el aislamiento social, la memoria y los centros de recompensa del cerebro, la capacidad de atención y las sensaciones físicas, sobre todo inhabilitándonos para gestionar el gran o pequeño desastre que ha golpeado a nuestras puertas.

Dice Elsa Punset [2009, Inocencia Radical] que en su cruda esencia es un mecanismo defensivo ante el miedo a la perdida. Pero claro, de primeras no lo vivimos así, porque cuando estamos tristes sentimos fundamentalmente dolor. Dolor que vendría a expresar el anhelo de lo que fue o de lo que pudo haber sido. Así, la tristeza -siempre más difusa que el dolor objetivamente causado por esto o aquello- surge porque algo hemos perdido, o porque no hemos podido encontrar aquello que hubiese podido colmar los deseos y vacíos de nuestras frágiles vidas.

En breve, algunas líneas sobre las maniobras con que intentar enfrentarnos a la misma…

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